lunes, 17 de octubre de 2022
Matilde de la Torre y la música
lunes, 20 de septiembre de 2021
El legado de Antonio Ruiz Soler 'Antonio el Bailarín'
Hablar de la relevancia de Antonio Ruiz Soler (Sevilla, 1921 - Madrid, 1996) en la historia del baile español y flamenco no es necesario a estas alturas. Como apunte, decir que junto a Antonia Mercé 'La Argentina' probablemente sea la figura más importante y decisiva del siglo XX, a pesar de los enormes artistas que han pasado por los escenarios en ese extenso y fecundo periodo. Pero no voy a centrarme en ello ahora, sino en el legado de bienes tangibles que logró reunir en vida y el triste destino que recibieron, al hilo de los numerosos fastos y congresos que se avecinan con motivo del centenario de su nacimiento.
Vista parcial de su camerino.
A lo largo de su extensa carrera, Antonio reunió en su estudio de la madrileña calle Coslada una enorme cantidad de objetos, mobiliario y documentación: lo más parecido a un museo era ese espacio en el que ensayaba con su compañía, por lo que resultaba lógico su deseo de que ese legado permaneciera unido, y a ser posible, dedicado al baile en su vertiente de formación y conservación. Así lo corroboraba Ramón Ariño Oporto —su abogado desde los años setenta hasta su fallecimiento— en entrevista a Roger Salas (El País, 18 de noviembre de 2000): «Ningún heredero ni albacea quiere la dispersión de la colección, todo lo contrario. Mucho antes de morir, Antonio ya comenzó las gestiones con varios organismos públicos para garantizar una donación integral a cambio de una compensación que le permitiera vivir dignamente. Pero Antonio estaba convencido de que se habían olvidado de él y de que no recibía el trato que se merecía ni de la administración ni de la opinión pública».
Me consta que los contactos que Antonio realizó a lo largo de los años con el Ministerio de Cultura y otros organismos fueron infructuosos. No tengo a mano las cifras, pero su intención era que el Estado se hiciera cargo del edificio y su legado a cambio de una razonable partida económica. Claro está, «razonable» si este país considerara la cultura y sus más elevados creadores como un verdadero patrimonio nacional... pero como no es así, se estimó que era un gasto inapropiado, y se descartó la adquisición. No obstante, y como veremos más adelante, el Estado pasó al siguiente nivel en su ignominia.
Tras su fallecimiento en 1996, y las nuevas negativas de nuestros gestores públicos a sus herederos, estos decidieron vender ese patrimonio en la conocida sala de subastas Durán, en Madrid. Y se llevaría a cabo la venta dividida en lotes, como es lógico, por lo que se produciría lo irremediable: que su colección y el correspondiente discurso narrativo se fracturara y disgregara.
Por razones de afición y profesión me vi inmerso en ese proceso, triste y emocionante a partes iguales. Lo primero que hice, como siempre, fue estudiar a fondo el catálogo: disfrutando con el descubrimiento de cada uno de los lotes, y claro está, decidiendo cuáles eran los más interesantes. Fui a la sala un par de días a revisar algunos y he de confesar que resultaba inquietante —y vergonzoso, sí— pasear entre los recuerdos de un grande de la danza, como si de una almoneda se tratase. Recuerdo al añorado Pepe Blas Vega paseando por la sala y compartiendo conmigo el estupor por todo lo que estaba sucediendo.
Pero lo que sin duda más me llamó la atención de todos los lotes puestos a la venta (1.136, nada menos), fue el lote 135 descrito con un lacónico: «Lote de discos de los años 60, 70, etc.». Cual sería mi sorpresa cuando empecé a consultar el mismo y descubrí que aquel «lote» era toda su colección de discos de vinilo, y sí, también de discos de pizarra. Menos de mil discos, pero con numerosas piezas interesantísimas. Entre los vinilos, decenas y decenas de discos firmados por los artistas y dedicados a Antonio. Un ejemplo destacado es el LP de Antonio Mairena de 1958, titulado Cantes de Antonio Mairena:
También llamaron mi atención los discos en los que Antonio realizaba anotaciones con la idea de usar algunas de esas grabaciones en sus ensayos y montajes.
martes, 28 de abril de 2020
González Marín, Rafael Alberti y Joselito el Gallo (en su gloria)
Tal día como hoy —del año 1889— nacía en la bella Cártama el eminente declamador José González Marín, quien de vez en cuando se asoma por este malherido blog. A más de un lector eso de declamador o recitador puede sonarle a ciertos personajes que en las sobremesas piden silencio y —con fingida humildad— le atizan a uno con media hora de ripios insoportables. Pero nada que ver.
Amigo de García Lorca, Alberti o Salvador Rueda, fue tanta su calidad y popularidad que teatros de todo el mundo se llenaban para escucharlo recitar una exquisita selección de obras literarias. Admirado por los intelectuales, de González Marín llegó a decir Valle-Inclán:
Confieso que fui a escucharlo con temor de encontrarme con un traficante más del arte. Me equivoqué y lo celebro. Inteligente y sensible, es un intérprete personal, inconfundible e inimitable.Afortunadamente perpetuó su arte en disco, grabando un ramillete de obras para la casa Gramófono el 18 y 20 de junio de 1930, entre las que hoy quiero destacar Joselito en su gloria, poema de Rafael Alberti en el que se duele de la muerte (¡hace un siglo!) de Joselito el Gallo en la plaza de toros de Talavera de la Reina. El propio Rafael recordaba en La arboleda perdida el momento y circunstancias en los que compuso este poema en 1927:
Poco antes de la fecha del centenario [el tercero del fallecimiento de Góngora], me llamó a Sevilla [Ignacio Sánchez Mejías]. Se celebraba el séptimo aniversario de la trágica muerte de Joselito. Del tren, me trasladó a un cuarto del Hotel Magdalena, encerrándome con llave, mientras me advertía: «No comerás ni beberás hasta que escribas un poema dedicado a José. La velada en su honor es esta misma noche. En el Teatro Cervantes». Unas horas más tarde recuperaba yo mi libertad, leyéndole a Ignacio Joselito en su gloria, cuartetas muy sencillas que repetí en la fiesta, entre los oles y ovaciones de un frenético público compuesto de gitanos y gentes de la torería devotas del espada...Bien, pues hecho este preámbulo, disfrutemos del «inconfundible e inimitable» José González Marín:
jueves, 9 de enero de 2020
Carteles I
miércoles, 11 de diciembre de 2019
Hoy hace cinco años
Hace unos cuantos años conversaba con mi amigo Antonio Reyes —uno de los cantaores principales de la escena de hoy— en torno a una idea que me rondaba la cabeza: lo complementaria que sería la unión de su cante y la guitarra genial de Diego del Morao. En aquel momento ya eran los grandes artistas que son hoy, pero incomprensiblemente, jamás habían trabajado juntos. Sin entrar en honduras, tenía claro que al cante de Antonio, gaditanísimo en esencia, pero con influencias jerezanas y sevillanas, le vendría muy bien el toque vibrante y sorprendente de Diego, tan apegado a la tierra como contemporáneo.
Exactamente el 11 de diciembre, de hace justo cinco años, nos citamos en Jerez. Fuimos a comer a Arturo y pasamos un rato inolvidable. Tras unas cuantas horas, marchamos a la peña Luis de la Pica, el antiguo colegio Carmen Benítez donde estudió —entre otros muchos— mi querido Fernando de la Morena. Y allí sucedió lo que estaba predestinado que pasara: Diego cogió la guitarra que había por allí, la afinó, y comenzaron los dos a comunicarse con su arte, como si se conocieran de toda la vida.
A partir de ahí, vendría lo que todos los aficionados conocen: su primera actuación en el Círculo Flamenco de Madrid, el disco en directo, y la estrecha colaboración entre ambos. Ese día me dio por grabar una mijita con uno de esos molestos móviles...