Rafael Alberti. Joselito en su gloria (1949). Museo Nacional Reina Sofía.
Tal día como hoy —del año 1889— nacía en la bella Cártama el eminente declamador José González Marín, quien de vez en cuando se asoma por este malherido blog. A más de un lector eso de declamador o recitador puede sonarle a ciertos personajes que en las sobremesas piden silencio y —con fingida humildad— le atizan a uno con media hora de ripios insoportables. Pero nada que ver.
Amigo de García Lorca, Alberti o Salvador Rueda, fue tanta su calidad y popularidad que teatros de todo el mundo se llenaban para escucharlo recitar una exquisita selección de obras literarias. Admirado por los intelectuales, de González Marín llegó a decir Valle-Inclán:
Confieso que fui a escucharlo con temor de encontrarme con un traficante más del arte. Me equivoqué y lo celebro. Inteligente y sensible, es un intérprete personal, inconfundible e inimitable.Afortunadamente perpetuó su arte en disco, grabando un ramillete de obras para la casa Gramófono el 18 y 20 de junio de 1930, entre las que hoy quiero destacar Joselito en su gloria, poema de Rafael Alberti en el que se duele de la muerte (¡hace un siglo!) de Joselito el Gallo en la plaza de toros de Talavera de la Reina. El propio Rafael recordaba en La arboleda perdida el momento y circunstancias en los que compuso este poema en 1927:
Poco antes de la fecha del centenario [el tercero del fallecimiento de Góngora], me llamó a Sevilla [Ignacio Sánchez Mejías]. Se celebraba el séptimo aniversario de la trágica muerte de Joselito. Del tren, me trasladó a un cuarto del Hotel Magdalena, encerrándome con llave, mientras me advertía: «No comerás ni beberás hasta que escribas un poema dedicado a José. La velada en su honor es esta misma noche. En el Teatro Cervantes». Unas horas más tarde recuperaba yo mi libertad, leyéndole a Ignacio Joselito en su gloria, cuartetas muy sencillas que repetí en la fiesta, entre los oles y ovaciones de un frenético público compuesto de gitanos y gentes de la torería devotas del espada...Bien, pues hecho este preámbulo, disfrutemos del «inconfundible e inimitable» José González Marín:
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