Antonio Ruiz Soler. Fotografía de Juan Gyenes.
Hablar de la relevancia de Antonio Ruiz Soler (Sevilla, 1921 - Madrid, 1996) en la historia del baile español y flamenco no es necesario a estas alturas. Como apunte, decir que junto a Antonia Mercé 'La Argentina' probablemente sea la figura más importante y decisiva del siglo XX, a pesar de los enormes artistas que han pasado por los escenarios en ese extenso y fecundo periodo. Pero no voy a centrarme en ello ahora, sino en el legado de bienes tangibles que logró reunir en vida y el triste destino que recibieron, al hilo de los numerosos fastos y congresos que se avecinan con motivo del centenario de su nacimiento.

Vista parcial de su camerino.
A lo largo de su extensa carrera, Antonio reunió en su estudio de la madrileña calle Coslada una enorme cantidad de objetos, mobiliario y documentación: lo más parecido a un museo era ese espacio en el que ensayaba con su compañía, por lo que resultaba lógico su deseo de que ese legado permaneciera unido, y a ser posible, dedicado al baile en su vertiente de formación y conservación. Así lo corroboraba Ramón Ariño Oporto —su abogado desde los años setenta hasta su fallecimiento— en entrevista a Roger Salas (El País, 18 de noviembre de 2000): «Ningún heredero ni albacea quiere la dispersión de la colección, todo lo contrario. Mucho antes de morir, Antonio ya comenzó las gestiones con varios organismos públicos para garantizar una donación integral a cambio de una compensación que le permitiera vivir dignamente. Pero Antonio estaba convencido de que se habían olvidado de él y de que no recibía el trato que se merecía ni de la administración ni de la opinión pública».
Me consta que los contactos que Antonio realizó a lo largo de los años con el Ministerio de Cultura y otros organismos fueron infructuosos. No tengo a mano las cifras, pero su intención era que el Estado se hiciera cargo del edificio y su legado a cambio de una razonable partida económica. Claro está, «razonable» si este país considerara la cultura y sus más elevados creadores como un verdadero patrimonio nacional... pero como no es así, se estimó que era un gasto inapropiado, y se descartó la adquisición. No obstante, y como veremos más adelante, el Estado pasó al siguiente nivel en su ignominia.
Tras su fallecimiento en 1996, y las nuevas negativas de nuestros gestores públicos a sus herederos, estos decidieron vender ese patrimonio en la conocida sala de subastas Durán, en Madrid. Y se llevaría a cabo la venta dividida en lotes, como es lógico, por lo que se produciría lo irremediable: que su colección y el correspondiente discurso narrativo se fracturara y disgregara.
Catálogo de Durán, noviembre de 2000.
Por razones de afición y profesión me vi inmerso en ese proceso, triste y emocionante a partes iguales. Lo primero que hice, como siempre, fue estudiar a fondo el catálogo: disfrutando con el descubrimiento de cada uno de los lotes, y claro está, decidiendo cuáles eran los más interesantes. Fui a la sala un par de días a revisar algunos y he de confesar que resultaba inquietante —y vergonzoso, sí— pasear entre los recuerdos de un grande de la danza, como si de una almoneda se tratase. Recuerdo al añorado Pepe Blas Vega paseando por la sala y compartiendo conmigo el estupor por todo lo que estaba sucediendo.
Traje para la obra Sonatina.
Álbumes de fotos.
Pero lo que sin duda más me llamó la atención de todos los lotes puestos a la venta (1.136, nada menos), fue el lote 135 descrito con un lacónico: «Lote de discos de los años 60, 70, etc.». Cual sería mi sorpresa cuando empecé a consultar el mismo y descubrí que aquel «lote» era toda su colección de discos de vinilo, y sí, también de discos de pizarra. Menos de mil discos, pero con numerosas piezas interesantísimas. Entre los vinilos, decenas y decenas de discos firmados por los artistas y dedicados a Antonio. Un ejemplo destacado es el LP de Antonio Mairena de 1958, titulado Cantes de Antonio Mairena:
Que contiene una reveladora dedicatoria: «Para Antonio el mas [sic] grande de los genios del baile, mi mas [sic] cinzero [sic] afecto y mis mejores recuerdos de todo corazon [sic] de su gran admiradó [sic]. Antonio Mairena».

También llamaron mi atención los discos en los que Antonio realizaba anotaciones con la idea de usar algunas de esas grabaciones en sus ensayos y montajes.
LP Rocío de Los Romeros de la Puebla, 1985.
Otro ejemplo de lo anterior aparece en la carpeta La gran historia del cante gitano andaluz, de nuevo de Antonio Mairena, en la que Antonio escribe lo siguiente en relación al Romance del Conde Sol: «Estos cantes, sin música me servirán para hacer Escenas de las Carretas de la noche en el Camino, sin bailes. Solo se bailará al compás del Conde Sol».
Si interesantes fueron los hallazgos que hice hasta ese momento, más aún lo fueron los siguientes: los discos de 78 rpm que Antonio conservaba, y entre los que se encontraban en discos de acetato (de grabación inmediata) las tomas de sus ensayos, así como entrevistas.
Caja de la NBC con discos de 78 rpm.
Diligencia de Carmona, por Antonio.
Zapateado bailado, por Antonio.
Disco con entrevista junto a Rosario en San Francisco, Estados Unidos.
Merece la pena resaltar que la mayoría de las anotaciones en las etiquetas de discos privados, llevaban la firma de nuestro protagonista.
Analizado todo aquel apabullante lote 135, tuve claro que debía pujar por él y con contundencia, pero claro, me asaltaron las dudas acerca de cuántos interesados habría, y sobre todo, la cantidad a la que podría llegar. Si eran pocos los interrogantes, siempre sobrevolaba la posibilidad de que el Estado ejerciera el derecho de tanteo y se adjudicara el lote en la cantidad que finalizara la puja, que sería lo más lógico. Y con todas esas inquietudes, llegó el primer día de la subasta.
Desde el comienzo se percibió una actividad en las pujas más que notable, y claro está, el Estado ejerciendo su derecho de tanteo en muchos lotes. Me sorprendió enormemente —conforme iba avanzando la subasta— el extraño criterio aplicado a la hora de seleccionar los bienes a adquirir: dejaba pasar algunos documentos de extraordinario valor, muy representativos de Antonio, y sin embargo, copaba la subasta en lotes —digamos— más prescindibles. Aunque pujé por algún lote que me interesaba (libros, fundamentalmente), mi mente estaba puesta en ese lote 135. Recuerdo que cuando llegó su turno, pujé, y esperé. Escuché otra puja, y la superé, hasta que pasados unos interminables segundos el director de sala señaló con el martillo el cierre del lote. Ahí pensé que el funcionario del Estado levantaría la tablilla adjudicándose el lote. Pero no. ¡Pasaron al siguiente!
Yo me quedé estupefacto al comprobar que nadie —ni en la sala, ni fuera— había alcanzado a entender la importancia que encerraba ese lote en el universo de Antonio Ruiz Soler. El siempre brillante Roger Salas sí dio buena cuenta de aquel dislate en algunas crónicas para El País, que aún guardo.
El País, 21 de noviembre de 2000.
El País, 24 de noviembre de 2000.
Desde aquel noviembre de 2000, muchas preguntas me han asaltado. Comparto algunas de ellas a modo de conclusión:
¿Qué tipo de país permite que el legado de uno de sus elegidos se disperse de una manera tan triste?
¿Sabe algún responsable de Cultura lo insólito que es que un artista flamenco reúna un patrimonio así sobre su persona y los que le rodearon?
Con todo lo que se malgasta en España, ¿no se pudo dedicar unos cuantos millones de pesetas al mantenimiento de esa casa, con todo su contenido, y musealizarla?
¿No se le cae la cara de vergüenza al Estado —y a quienes lo representan— por rechazar un proyecto tan singular, y finalmente acudir como una urraca a picotear sin orden ni concierto?
Y la más importante y lacerante, por cercana a mis intereses: si un bailaor hace música con su cuerpo y expresa —también— a través de la música que le alimenta o que suena en el escenario, ¿de verdad que ningún funcionario, investigador, universidad o aficionado cayó en la cuenta de lo fundamental que era esa colección de documentos sonoros? La respuesta es un rotundo y doloroso no. Y repetido, porque el caso Antonio fue uno más entre otros muchos archivos o colecciones de figuras relevantes de nuestra cultura flamenca que he ido encontrando a lo largo de treinta años.
Vale.